Comentario
Desde 1616, en su trayectoria estilística existen varias Inmaculadas que, aunque no están documentadas, son atribuciones con suficientes fundamentos. Las Inmaculadas de los conventos franciscanos de Peñafiel (Valladolid, h. 1620) y Paredes de Nava (Palencia, entre 1626-1630) son muy representativas de este grupo por su calidad. Estas vírgenes quedan fijadas para todo el siglo XVII, con idénticas características: vestimentas rígidas con quebrados tan duros que parecen metálicos y sin ninguna relación con el cuerpo; figura de adolescente de larguísimos cabellos dorados y coronada como reina; rodeada de rayos, viste un traje azul celeste, como los medievales. Así se llegaba a una iconografía muy acertada que consigue la máxima inspiración del Barroco: plasmar con acierto la visión del cielo en la tierra. La Inmaculada era patrona de los franciscanos y esta orden continuó haciendo encargos a Fernández, de los que destacamos la del Colegio del Corpus Christi (Valencia, h. 1631) y la de la Vera Cruz de Salamanca (1620). El real monasterio de la Encarnación (Madrid) tiene una de estas Inmaculadas que, según Luis Muñoz (1645), biógrafo de la admirable monja Mariana de San José, fue donada por la condesa de Nieva (antes de 1620) y es una de las más bellas y quizá de las primeras de la serie.
Muchas esculturas exentas están metidas en una caja de cristal; en ocasiones dicha urna está en el centro de un retablo o empotrado en la pared. El cristal simboliza el paso de la duración mundana a la eterna. En el Barroco el tiempo es una idea presente en todos los detalles de la imagen sagrada; por ello cada uno de los temas se desdobla en escenas que representan el curso temporal. Así, cuando se pinta o esculpe a la Virgen queda definida su edad: es joven en la Inmaculada, adulta en el Nacimiento, intemporal en la Asunción y una mujer mayor en la Piedad. En 1616 Gregorio Fernández hizo una inolvidable Piedad (Museo Nacional de Escultura de Valladolid). Su tamaño, monumental, lo es tanto como su dramatismo: en el corazón cuchillos de plata la obligan a extender los brazos con desgarrada súplica de misericordia. La mayor intensidad está en las manos, en un fugaz movimiento implorante. Toda la composición está inscrita en un triángulo macizo y la magnitud de las telas confiere aún mayor naturalismo a la expresión de dolor. Los ojos de cristal tienen el efecto de un llanto verdadero y la violenta oscuridad que producen los abultados pliegues sobrecogen al espectador. Las tallas de Gregorio Fernández siempre se policromaron igual que si se tratara de un cuadro, lo que las convertía en una pintura tridimensional con distintas tonalidades, pero a partir de estas fechas, hacia 1615, toda la policromía se da en colores planos, de tal modo que las sombras y las luces están determinadas sólo por el volumen, un volumen cada vez más distorsionado, profundo, dramático, como el de los varoniles cuerpos de los ladrones.
La Compassio Mariae y la Piedad, temas predilectos para presidir las capillas funerarias, fueron muy repetidas. De ellas el maestro hizo dos variantes: una es el tipo de la Santa Clara de Carrión de los Condes (Palencia, h. 1620) y otra es la de la parroquia de San Martín (Valladolid, h. 1625). En la segunda, el inerme cuerpo de Cristo que se apoya sobre la rodilla materna es de un gran efectismo por la horizontal que describe en oposición a la verticalidad de la Madre.
En los años siguientes, hasta 1625, ahonda en este naturalismo, lejos de toda idealización formal, con lo que se acerca más al sentir de la época: crecerá su fama hasta tal punto que los clientes cada vez más numerosos le demandan nuevas imágenes. La devoción de San José es de una significación especial en el Barroco y, en España, Santa Teresa fue una de sus mayores divulgadoras. Esta advocación está vinculada a otra, la de la Sagrada Familia, que comenzó a promocionarse desde la Reforma del siglo XVI, pero en el Barroco es una de las más representadas, sobre todo en pintura -recordemos las obras de Murillo, donde San José enseña al hijo su oficio de carpintero- como el pater familiae, el educador de Jesús. Gregorio Fernández hizo, hacia 1615, una Sagrada Familia para un retablo del monasterio de Valbuena (Valladolid), que se convirtió en la representación arquetípica del tema, algo que ocurría con casi todas las imágenes de este genial escultor. Para la cofradía de San José, patrón de los niños expósitos, hizo otra Sagrada Familia en la iglesia de San Lorenzo; con este tema se intentaba aminorar un problema social ya histórico, que los hombres, amparados en el fácil anonimato de su paternidad, comenzasen a responsabilizarse de aquella muchedumbre de niños huérfanos nacida con el dolor de las madres, obligadas a abandonar a sus hijos en portales, casas de hospicios y puertas de iglesias.